Jean Paul Bondoux irrumpe en la recepción del restaurante La Bourgogne, se golpea el pecho y pide disculpas por llegar tarde. Se predispone para la sesión de fotos como si fuera un juego. Se acomoda la abundante cabellera oscura, apenas salpicada de grises. Le divierte que lo maquillen. Y vuelve a sonreír, con los hoyuelos marcados y los ojos brillantes que le otorgan cierto dejo infantil: “Tengo 59, pero por dentro sigo siendo un niño de cinco años”, confiesa.
Va y viene por el salón; saluda a los comensales; se acerca a la boutique a conversar con un cliente; se dirige en francés a Pascal Bernard, gerente del restaurante. Está en cada detalle de La Bourgogne, único Relais Gourmand en América latina (categoría de la cadena Relais & Châteaux, guía que da cuenta de los más exclusivos hospedajes del mundo). Instalado desde 1993 en el Alvear Palace Hotel, el restó es símbolo del lujo porteño de ayer y de hoy.
Bondoux hace una pausa en su trajín y apunta en un español que no logra despojarse del acento galo: “Estoy en una etapa de éxito total que se sostiene en mi propia marca. Me siento en plenitud para hacer las cosas honestamente, con pasión y amor”. Ese empuje le despliega un entusiasmo adolescente para narrar su “aventura” más reciente: conducir miles de kilómetros desde Mendoza -donde funciona La Bourgogne Vistalba, emprendimiento compartido con el bodeguero Carlos Pulenta- hasta Bariloche, para luego regresar a Buenos Aires. “Solo, con la música a todo volumen, una experiencia increíble”, dice a quien quiera escucharlo.
“Llevo 46 años en la cocina”, destaca Jean Paul, como lo llaman todos. Y recuerda sus comienzos, a los 13, junto a un charcutier (chacinero) en Guegnon, en el valle de L’Arroux. Tres años más tarde estaba en París, en un restaurante de la Gare de l’Est; luego se encontraría con la alta cocina del también parisino hotel Napoleón. Empezaba así una carrera que ama aún cuando le ha quitado tiempo “para estar con la familia”.
“La profesión de cocinero es pura generosidad”, sostiene. Y enseguida señala su nombre bordado en la chaqueta blanca de chef al tiempo que dice: “Bondoux significa, en francés, bueno (bon) y dulce (doux)”, y hace un gesto de afirmación. ¿Quién se atrevería a contradecirlo?
“Mi vida es lo social -continúa-, el negocio, el personal, la clientela, los proveedores. Estoy lleno de energía positiva. Tengo carisma, soy un seductor”. Y si bien enfatiza: “No aplasto a la gente con mi poder”, el mundo parece rendirse a sus pies. Turistas extranjeros, señoras elegantes, ejecutivos en almuerzo de negocios, camareros y cocineros prestan atención a sus palabras y a sus gestos con un respeto décontracté. Él gesticula; habla; palmea una espalda; abraza; no para de moverse con su paso firme de hombre de la tierra.
El lugar que lo vio nacer se llama Luzy, en la zona de la Bourgogne, cuna de una tradición culinaria que Bondoux trajo con él cuando llegó a Punta del Este, en 1979. Vino con Evelyne, su mujer, “soñando otros mundos”, dice. La costa esteña los atrapó; allí nacieron sus hijos Aurelien, Clemant y Amondine. En 1982 abrieron el local fundacional de La Bourgogne, a orillas del mar. Unos años más tarde, el éxito se afincó en el majestuoso hotel porteño de la Avenida Alvear. Y en 2005 recaló en Mendoza. Hoy también cultiva hierbas, cría ganado y elabora sus quesos en Le Potager, una finca de siete hectáreas a minutos de Punta del Este, camino a San Carlos.
No olvida aquella infancia en la campiña francesa, saboreando el civet de lapin que hacía su madre; el pan con ajo y las papas recién asadas del desayuno en la granja de su abuelo. Recuerda con cierto dejo de picardía sus años mozos en la noche parisiense. Y no para en su mundo de ensueño. Su obsesión es evolucionar espiritualmente “con menos materialismo, sin miedo a la muerte”, convencido de que “se puede ser un joven de 80”.
En Buenos Aires Jean Paul conquista los paladares locales -y visitantes- y rinde homenaje a su Francia natal con su cocina tradicional, respetuosa del producto, inmune a la globalización. Inquieto y vivaz, se mueve con soltura en el elegante entorno del restaurante más distinguido de la ciudad. Pero aclara: “Para cualquier otro, lujo puede ser comprar un avión de un millón de dólares, para mí, un lujo es comer un pan de tres días frotado con ajo”.
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